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FIn del viaje

caminante varado

En Olleros de Pisuerga, las manos poderosas

Que las estatuas son caminantes varados me parece una verdad incuestionable. El pecado que nos convierte en sal e impide el flujo probablemente se parece a la muerte. Las estatuas pertenecen siempre a lo urbano, se han civilizado como si a su alrededor se diseñaran los jardines y las plazas.

Si alguna vez empezara un viaje sin objetivo, procuraría no detenerme demasiado tiempo en ningún lugar para no quedarme absorto en la contemplación de la quietud. Pues eso y abismarse en uno mismo son actos similares, pero el segundo inicia otro tránsito más interesante que el simple mirar.

Resulta curioso, pero me ocurre a veces al contemplar algunas esculturas. En Mérida, donde el tiempo ha sido inclemente como un emperador, abundan los cuerpos maltrechos, las cabezas solas, el gigantismo que trata de negar la poquedad del modelo. Las estatuas mutiladas son un trasunto, tal vez, de nuestras vidas sin gobierno. Reyes de nuestro egoísmo, creemos conocernos en el espejo, pero hay una mínima amenaza en creer que somos el mismo, reflejado.

Si alguna vez soy estatua, que lo sea como un tente Viator: un recuerdo de algo que fluía, tratando de saber qué ritmo tiene la canción que da la vida.

 

Mar y madera

Tiene el mar una especial característica que lo aleja de otros paisajes y hace que viva en un hueco de la memoria en el que el tiempo no puede asignarse. Genera sus leyendas porque ofrece una vida rara, de bamboleo y meditación: la sal del aire adictiva como una mirada de mujer.

Por eso es capaz de levantarse en cualquier objeto. Cuando fui niño íbamos a buscar fósiles a una ladera de pizarra y encontrábamos animales hechos piedra: es lo que nos pasa cuando perdemos el agua o dejamos de ver el mar donde no corresponde. También esa agua, la de cuando fuimos niños, se nos endurece dentro, a veces.

La madera que quiere ser arboladura: el tronco parece esperar ser cortado para convertirse en palo mayor. Vivir de ese modo la aventura en movimiento y desenraizarse para ver el mundo, aunque tenga que aceptar alguna mutilación. Tal vez va de eso, la vida: perder algo para encontrar el infinito. Quién lo sabe.

Luzzzzzzzzz

A veces basta un Brossazo para cambiar la configuración del sentido. Unir sueño y luz en la palabra, la mística del calambur mínimo, la sorpresa en lo extraño de los ángulos. Las letras tienen ojos, y arco, y tacón algunas, pero ése es un saber oculto para muchos. Me preguntaba, al pensar en cómo hacer líquida la piedra, si un capitel románico perdería su afán didáctico de convertirse en un sueño sin minio, y el movimiento de la cámara me enseño cómo el azar (un viajero apabullado por la potencia sagrada de la pequeña iglesia de Vallespinoso de Aguilar chocó conmigo y se disculpó como si me bendijera) destruye lo real e inicia el sueño.

Basta, pues, volver a mirar. Y en eso estamos, en realidad. En dejarnos atrapar por lo que la luz dicte e iluminarla luego de palabras y no encontrar más amena ocupación. El paisaje interior que se vuelca como los labios de la orquídea de piedra: que eso es, muchas veces, un capitel románico. Y en ese viaje circular y sin etapas me embarco, hasta que un sueño lleno de luz me abraza y con los ojos abiertos me abstraigo. Como ese capitel románico en concreto.