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El futuro detenido

El futuro nos observa, pero no nos espera necesariamente

Dicen que el futuro espera, de forma pasiva, a que nos lleguemos. Pero creo que esa es una manera egoísta de ver la posibilidad, como si nos reserváramos el protagonismo o tuviéramos capacidad de moldearlo. Eso podemos hacerlo, y lo hacemos, con el pasado, porque nos figuramos distintos cada vez que nos contamos una misma historia.

Dicen también que la memoria es erosión de lo real, porque cada vez que nos acordamos de alguien variamos imperceptiblemente la espina de lo contado: y así lo hacemos más propio, pero vamos borrando, lentamente, a quien volvemos a imaginar. Es terrible: si no los recordamos, no podemos asegurar que sigan con nosotros.

Deberían decir que esto lo sabían los escultores de gárgolas. Las de la Catedral de Palencia, maravillosas, son un catálogo de historias que quieren meterse dentro para ser recordadas o para no serlo. Que no está claro que estuvieran pensando en el futuro.

Maleza de dentro

 

Bendito olvido cuando ayuda a quitar la mala hierba, pero bendita la memoria que nos crea de nuevo (nos recrea) cuando tenemos que narrar nuestra historia. Mirar la casa desolada sabiendo que era la nuestra y que el cobijo se ha hecho intemperie. Habitación ahora de arañas, la rama de zarza, una hoja de periódico viejo que no contiene una buena noticia: tal vez un breve sobre un avistamiento, una tempestad en mar privado y una numeración equivocada.

Los escalones, rampa de barro, y en el acceso difícil se resume la vida de alguien a quien, tal vez, conocemos de cerca. De cuanto hemos contado hemos hecho acopio, o eso creemos, y no avisa la espina cuando raja.

Qué extraño que el muro de carga fuera solo panderete y el vencimiento más próximo de lo que suponíamos.  El horror vacui exige que limpiemos también la casa del alma, cada quien con su manera. Vale la poesía para eso, antes de que la hierba mala lo invada todo.

 

Paredes de la casa desolada

Imagen en Galicia

Aprehender una imagen mediante el óleo es interpretar un cuento que los ojos, acostumbrados a la rapidez y la traducción simultánea, son a veces incapaces de narrar. La fotografía fija el presente, o un pasado muy próximo. La pintura, en cambio, parece mezclar futuro y pasado para formar un presente trabajado, de mano y mente.

Cazar un paisaje para pintarlo es ligeramente distinto de hacerlo para fotografiarlo. Se sabe que habrá una meditación pero que mientras la mano actúe solo habrá sitio para la sombra, la contraforma y el trazo.

Cuando se acaba el contento del hecho viene la apreciación crítica. No del logro pictórico, si lo hay, sino de lo que la imagen ha hecho a la tabla vacía. Una casa vacía y desolada, sin suelo, tensa la espera de la ruina, atacada o acariciada por las plantas, rodeada de una tierra sucia pese a lo fragante de los árboles.

Y una escalera rota que no permite subir, lo que nos deja solo una sensación de aplastamiento. Pienso en los que quedan varados en los pisos superiores, engañados, apenas durante unas semanas, por la sensación de estar a cubierto y sin mirar el pecio en el que se convierte, inexorable como la herrumbre, la vida de todos. Cuando el enjalbegado pierde el brillo y las ramas de la hiedra parecen apretar, como un puño cruel, el alma de quienes no miran.