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El que nos mira

 

Contemplar detenidamente el cielo ayuda en la espera de encontrar lo ingobernable. Pero a veces, es el ojo, y no el aviso, el que busca la manera de sorprenderse y localiza la mirada de quien nos vigila. Es extraño y no quiere la mente asignar el gesto, por temor a que las nubes actúen bajo mandato.

Pero hay ocasiones en las que el azul avisa. No escucharlo es negarse a entender, también, la caricia de la brisa o el frescor del agua. Así, en mitad de una charla agradable, la cámara parece reclamar su automatismo y se dirige, o la dirigen, a lo Alto, para hacernos escuchar a veces su propia plegaria, a veces una conminación.

Me pregunto cuántas personas habrán visto el gesto y cuántas habrán atendido el aviso. Y espero, con un sentimiento líquido e indefinible, a que otra mirada se me cruce y sea amable. Y al final, cuando apago la luz, y es descanso, me pregunto si no nos refleja el cielo.

La infancia sin consuelo

Pecios urbanos. Miguel Ángel Serrano

Niega la memoria consentida o hace borrosas las vivencias: tapia balcones y cuando no puede ocultarse (como al hablar de una infancia maldita) deslíe y desune hasta que ya no hay historia. Pero hablar de las habitaciones y de lo que pasó en ellas es horadar el miedo o convocarlo: cuando han perdido la protección del muro se convierten en amenaza.

De lo que pasaba hablaban dos caminantes hasta sumirse en el propio recuerdo: al ver las reliquias del color, los azulejos desasidos, el añil ahora impuro, los huecos que tal vez comuniquen (y eso sería…) o la valla de alambre desganado.

Y pensando en un tiempo circular, el futuro se volvía volverá borroso o puro, y mostrará un tiempo vivido por vivir: pues tal vez no elegimos bien, o éste era todo el bien que nos cabía corriendo como niños asustados.

 

El aliento del mundo

 

A veces, como en un espasmo del cansancio,  deja escapar la tierra una queja. Roturada, molturada, surcada por arrugas del siglo y de los hombres, parece emitir, en su humildad marrón, un lamento sordo y desesperanzado.

El frío arranca un silencio desusado, de pájaros marchitos, y pinta en el lienzo del campo ese vaho del calor que parece escapar: un rescoldo de dentro, avaramente guardado y rendido finalmente al invierno. Y es en este descontento, en el corazón del corazón de ese frío impasible, donde el viajero siente una caricia de aceptación, tal vez desconsuelo.

Al calor del sol que vendrá se oyen los primeros trinos arrojados, y recupera el suelo su blandura: bajo la bota, el caminante la siente y hunde el bastón con la desgana del vencedor. Los caminos, más duros pero más invitadores, parecen mostrarse como avisos de un destino que enseñase otras postales, y la brisa…