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Cezanne habla

Nada.

Satie: Le poisson rêveur

Visito, como un pequeño y observador animal, una exposición de Cezanne. Como si el Siglo XX no hubiera ocurrido (con su desgracia, su tren de miseria, su brillo de estudio sobre el progreso) llego a oler el aceite de linaza y a su través el eco mojado de un camino en curva. Es tal la fuerza, telúrica, que apenas me distraen los visitantes. Quien lo haya vivido lo sabe, el refugio de un cuadrado ocre o la elevación de esas pinceladas dirigidas, decididas, que parecen atrapar el viento. En el óleo untuoso y cárnico del pincel cargado parece posarse el cansancio, tiene el color fuerza para sostener el de todos. Allí silbo, pues, mi tonada y rondo.

Via Wikipedia

La tela que es como el monte Saint Victoire…

Cezanne sabe educar a mi cerebro para que termine de componer la imagen del cuadro: no es que no quiera terminarlo, es que no hace falta. Algún niño, atento al vacío del lienzo, parece enfadarse pero solo porque justo en el hueco deberían estar él y su contento. Me invita al diálogo. A escuchar el suyo con el monte Saint Victoire o su atrevida hibridación: pintemos al óleo como si fuera acuarela, tratemos la aguada como si fuera pincel seco. Quién va a decir que no o por qué no dejaría que fuera el pintor quien decidiera.

Como el pintor, agazapado, dejo que la luz bañe, irradie, lama o estalle. Dejo que haga lo que quiera y ofrezco el ojo. Yo dije en un verso “pintor del aire he sido”, pero solo porque aprendí de otros a esconderme tras un lienzo. Y me he reconocido, en lo profundo del paisaje, como un pequeño y observado animal, nadando junto a otros que parecen asombrados.

 

 

Indecisión de la tormenta

Justo antes de que el viento frío agote la espera se suele sentir un pequeño golpe de calor, como una respiración de lo divino sobre las aguas. La tormenta es una indecisión del rumbo y una discusión de los destinos: en el agua brava rebotan ecos de los marineros sepultados y el susurro de los peces al rozarse se transforma en los reflejos dispersos de la calma chicha, corta y en suspense. Silencio y ardor, fuego y sal, carne viva de la piel del agua: nada que el óleo no pueda bañar.

No se tiene la paciencia de contemplar, como en las tardes de pradera y verano, la nube que anuncia el estruendo. Tan solo se busca en las tripas el resplandor del relámpago por si esa luz enseñara algo del futuro. Pero se huele el agua, a veces, justo antes del lloro o de la risa y se arropa con el aroma el recuerdo.

No hay peor ruido que el grito de madre. Ni canción más triste que la que entonan los niños asustados. Demasiados colores en el cielo no suponen arco iris si el tiempo, insistente, los enfría.  Miré los muros, y eran olas, y el techo enjambre de nubes. Y al pintarlo, yo mismo sentí la indecisa sospecha de lo presentido.

La vida en el no lugar

Nolugar

La impresión de movilidad es tan solo eso. Aeropuertos, autopistas, el mundo de Augé. Lugares de paso, donde la identidad individual ni siquiera se confunde con la de los otros: no forma sino una no identidad, incluso aunque el destino (tal o cual ciudad, aquel vuelo, la estación del frío) parezca el mismo.

El tiempo así pasado es, por tanto, un no tiempo. Horas inconsútiles, días plegados, la masa de minutos. No nos movemos, en realidad, solo hay una lenta evolución hacia lo que llegaremos a ser. Sin pista alguna. Y lo engañoso, en realidad, es pensar que cuando salimos del no lugar volvemos al tiempo. A la recta ilusión de que hay algo que orienta lo que el tiempo dibuja.

¿Y si la vida es un no lugar? Ese espacio donde lo intenso de la personalidad no encuentra eco o tribuna. Entonces solo queda colorear las horas. Con la fosforescencia de lo que pervive o el pastel del aburrimiento. Yo prefiero el azul turquí, sombra de siena, amarillo indiano y aguamarina. Como Frenhofer, el pintor de Balzac, mostramos el lienzo manchado y nos engañamos diciendo: he ahí un retrato.