Visito, como un pequeño y observador animal, una exposición de Cezanne. Como si el Siglo XX no hubiera ocurrido (con su desgracia, su tren de miseria, su brillo de estudio sobre el progreso) llego a oler el aceite de linaza y a su través el eco mojado de un camino en curva. Es tal la fuerza, telúrica, que apenas me distraen los visitantes. Quien lo haya vivido lo sabe, el refugio de un cuadrado ocre o la elevación de esas pinceladas dirigidas, decididas, que parecen atrapar el viento. En el óleo untuoso y cárnico del pincel cargado parece posarse el cansancio, tiene el color fuerza para sostener el de todos. Allí silbo, pues, mi tonada y rondo.
Cezanne sabe educar a mi cerebro para que termine de componer la imagen del cuadro: no es que no quiera terminarlo, es que no hace falta. Algún niño, atento al vacío del lienzo, parece enfadarse pero solo porque justo en el hueco deberían estar él y su contento. Me invita al diálogo. A escuchar el suyo con el monte Saint Victoire o su atrevida hibridación: pintemos al óleo como si fuera acuarela, tratemos la aguada como si fuera pincel seco. Quién va a decir que no o por qué no dejaría que fuera el pintor quien decidiera.
Como el pintor, agazapado, dejo que la luz bañe, irradie, lama o estalle. Dejo que haga lo que quiera y ofrezco el ojo. Yo dije en un verso “pintor del aire he sido”, pero solo porque aprendí de otros a esconderme tras un lienzo. Y me he reconocido, en lo profundo del paisaje, como un pequeño y observado animal, nadando junto a otros que parecen asombrados.