Leo que el gobierno chino ha decidido emprender una campaña de re-educación cultural al más puro estilo maoísta con algunos de sus intelectuales, que parece que han perdido las esencias de lo que debe ser el arte de la revolución. Se trata de mandarlos al campo para que reciban la benéfica influencia del contacto con el pueblo y el trabajo físico, de modo que puedan hacer obras maestras o al menos didácticas. También se trata de que dejen de ser seducidos por el ídolo del dinero. Y todo esto, porque a algún político chino se la ha ocurrido que los artistas deberían hacer aquello que probablemente él o ella no hacen: entender el flujo de la vida, el precio del sudor, el tacto del apero.
No es una versión light, aunque en teoría el exilio dure un mes. No lo es porque el recuerdo de las deportaciones, que eso son, está en el alma de los chinos y no está claro que haya una protección de los derechos de los artistas: sabrán cuándo van pero no necesariamente cuándo vuelven. Además del hecho, está la amenaza de la repetición.
¿Qué le hará esto a su obra? Caben dos posibilidades: la del sometimiento, la vuelta al muralismo, el canto al pueblo por evitar el problema; o la de la rebelión, el arte por el arte o el sometimiento al mercado, la carrera de la fama. Muchos artistas o intelectuales querrán salir de esa cárcel, probablemente, mientras desde Occidente esperamos los desenlaces. Pero lo que me pregunto es por qué ese ensañamiento con el arte o las ideas. Hemos visto casos similares en otros regímenes de todo color. Probablemente porque no hay nada más poderoso que la desnudez de la obra de arte o la arquitectura severa de una idea que se abre paso.
Quieren ponerle marcos al campo. Me pregunto también qué sentirán en los villorrios donde vayan a parar los condenados. Como en una pesadilla, volverán a verse depositarios de la esencia de la Revolución: si vigilan al deportado, por qué no vigilar a los que le rodean. Lo bucólico del campo, cuando no hay escapatoria, se convierte en la cárcel más gigantesca y triste.