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El balcón en invierno: Luis Landero

un balcón en invierno

El balcón en invierno. Luis Landero.Tusquets, 2014. 245 páginas

RECUENTO DE LO PERDIDO

No es necesario ponderar el manejo del lenguaje del Sr. Landero, capaz de aquilatar el idioma con precisión de orfebre y metrónomo de maestro.

En esta suerte de memorias, levemente trufadas de datación biográfica, el autor describe (pero con intención de fabulador, no puede olvidarse) su proceso de formación como escritor. Y es que, pese a su apariencia de recuento, el libro se lee como un bildungsroman, una novela de aprendizaje duro, como de excavar arena hasta dar con la rosa. Hay un tacto terso en la traída de la lista de lecturas, en la descripción de la relación con los libros, la conformación de la fibra y el descubrimiento, casi por casualidad, del destino que para sí se arroga el escritor: separado de la vida, asomado a un balcón que es alejamiento.

Goethe sostenía que se puede experimentar todo desde la habitación de uno, pero él mismo, cuando viaja a Italia, se deja rebosar por la luz, la alegría y cierta superioridad moral que nunca le abandona. No así en este libro del Sr. Landero: hay poesía, hay verdad, hay humildad y eso tiende una escala a su balcón que el lector agradece y sube sin esfuerzo.

Las descripciones de lo de diario ejercen un contrapunto para que el balcón no se eleve demasiado. Y son muy interesantes, puesto que constituyen la novela del desaprendizaje. La difuminación de un mundo que va perdiendo su sitio, mordido por la historia: palabras que se borran, objetos que no se atesoran porque se confunde uso y utilidad, aires de camino que ya no tienen a quien dar su conseja

El viaje a Italia del Sr. Landero lo es a Madrid, donde todo se funde y apenas hay lugar para lo sublime. Allí se descubre que los libros, más que las calles y el asfalto, son cárcel y también refugio.

De modo que se lee por no dejar de recordar, y se escribe porque la memoria, ay, solo es deseo. Como decía Faulkner, la memoria cree antes de que el conocimiento recuerde. Y el libro acaba con esta frase poderosa, que tomo prestada para poner fin a esta reseña: un grano de alegría, un mar de olvido.

Crítica publicada anteriormente en microrevista.com. Redifusión con permiso.

En un metro de bosque. D.G. Haskell.

Un libro maravilloso, reconfortante y ameno sobre la vida de los bosques y el papel de los humanos en su conservación.

el bosque siempre mágico

David George Haskell es biólogo, pero también poeta. Este libro parte de una decisión mixta: entender el bosque como un mandala, un sentimiento que aúna el lenguaje, el símbolo, la comunidad y el paso del tiempo como un lento escultor y una observación que permite trasladar esa respetuosa mirada a lecciones sobre los habitantes de aquél. El bosque está en Tennesse y ha llegado a nuestros días razonablemente intacto y respetado por el hombre. Haskell toma una decisión de científico, la de estudiar un pequeño pedazo del bosque, siempre el mismo, pero la práctica es la del poeta: el asombro agradecido sobre lo que aprendemos y sobre lo que sentimos al hacerlo. La minucia como elemento del cosmos y su explicación.

Confieso que si Haskell no sale de su mandala, yo no salgo de mi asombro agradecido. No solo por lo que he aprendido de biología, que sería ya pago suficiente, sino porque he vuelto a pensar en el bosque como motor primordial de la poesía, el lugar donde sentimos nuestra poquedad e importancia. La decisión del poeta es la de conectar con el paisaje, la del científico, explicar lo poco que llevamos tallado de ese “bloque de ignorancia”.

Así, este libro no es un tratado científico y casi diríamos que ni divulgativo. Es un paseo quieto por el bosque en todos sus infinitos matices en el que entenderemos mejor el musgo, el liquen, la forma de las hojas, el subsuelo, la ecología en equilibrio o no, el santificado martirio al que se somete un biólogo que duda (es magistral el capítulo en el que el autor deja que los insectos le piquen para proporcionarles sales minerales con las que procrear), el movimiento de los árboles y los pájaros… la lucha en la que todo se transforma en el capítulo siguiente y nos deja ver que la eternidad está en el cambio constante y en la renuncia al protagonismo: eso es el mandala, que trabajosamente dibujan los monjes tibetanos para a continuación destruirlo.

El aluvión de informaciones reveladoras es enorme, con todo, y aunque probablemente no es lo más importante, a veces éstas se enganchan como moléculas de aroma: por ejemplo, que algunas de éstas traspasan nuestro sentido del olfato y entran directamente a nuestro torrente sanguíneo. A eso los japoneses, que no han perdido su capacidad de contemplación y detenimiento, lo llaman shinrin-yoku o respirar el bosque. Eso es este libro, en el fondo: un paseo por las emociones y los sentidos pero que no renuncia al saber: conocer mejor el bosque es aprender a respetarlo. Entender las diferentes estrategias de los animales para sobrevivir, o de los árboles para soportar los vientos fuertes, hace que podamos mejorar nuestra capacidad de observación o simplemente, dejarlo para otro momento mientras respiramos bosque.

Resulta inevitable pensar en el Walden, de Thoreau y su experimentación de naturalista, más atento a los ritmos y vivencias que a la catalogación. Haskell, en cambio, no busca solo esa comunión con la naturaleza, sino también la comunicación con sus contemporáneos para dar aviso desde un ecologismo inteligente de los peligros que conlleva no respetar los bosques: no solo peligros económicos o medioambientales, sino también los que acarrea la renuncia estética y ética de tratar de conectarnos con el hombre que fuimos, más apegado al desorden de la naturaleza, incluso cuando es aterradora. Haskell, en medio de una tormenta feroz, siente una extraña claridad de mente en un cuerpo electrizado.

En su día escribí:

He salido de noche, como el frío,/a entreandar por las brañas,/dejando al bosque cercarme el aliento/y al espino sitio en mi carne.

Al paisaje se va a fundirse, o no se va. Y pensando en lo inclasificable que es este libro, se me ocurre que se parece a un volumen de biología aquejado de manierismo, a un largo poema trascendental, a un camino (do en japonés) que nunca acaba… a aquellos cromos sobre las maravillas de la naturaleza que coleccionábamos y, efectivamente, nos maravillaban. Si Haskell fuera pintor, su estilo sería el sublime, el que vemos en la pintura romántica de Caspar David Friedrich, por ejemplo: personajes maravillados ante la potencia inigualable de la naturaleza, pero, en este caso, sin dramatismos, como en una conversación de café.

En un metro de bosque. Un año observando la naturaleza.
David George Haskell
Turner, 2014
367 páginas
Crítica previamente publicada en microrevista.com. Redifusión con permiso.

El asesino perfecto

reflejo lento
El perseguidor. 

 Me intriga la contradicción moral que se agazapa en los sentidos de esas palabras. Hay una posibilidad de hacer que esos dos términos convivan. Matamos al que fuimos cada mañana. Como si fuéramos corrigiendo milimétricamente la trayectoria. Una de esas muertes lentas, como el envenenamiento por azogue o esa sisa calculada del vigor que supone la vejez. La muerte, en muchos casos, no degüella, sino que nos va cortando finas rodajas del alma hasta dejarnos ver el hueso de la cara.

El único asesino perfecto es el que no sabe que lo es. El que se va dejando vencer por la vida porque así le traspasa la responsabilidad a algo etéreo. El que se niega el placer, el pensamiento, saber estas cosas. El que no pone en peligro, el que se contiene en su piel. El que se envenena por una sobredosis de sí mismo.

El imperfecto morirá igual, y será también un asesino, pero no tendrá que vivir en el pegajoso légamo moral de saberse solo cumplido en aquello que precisamente habría deseado evitar.

Me deseo suerte.