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Un nuevo museo en Madrid. Fundación Carlos de Amberes.

 

Wikimedia Commons. El Martirio de San Andrés, de Rubens, c. 1638-39

Wikimedia Commons. El Martirio de San Andrés, de Rubens, c. 1638-39

Una de esas noticias inhabituales me impulsa a la visita rápida: un nuevo museo en Madrid que viene a sumarse a la larga lista de paseos pensativos a la que nos tenemos acostumbrados. Uno de esos espacios íntimos, pequeños, que se convertirán, cuando la espuma de la novedad haya pasado, en un lugar al que volver cuando el peso del siglo sea excesivo. Como el Lázaro Galdiano o el eterno Sorolla.

La Fundación Carlos de Amberes se convierte en museo. Al desgaire, escucho conversaciones que dicen que se debe a que ya no recibe ayudas del Estado, que bien podría ser. San Andrés, desde el tormento imaginado por Rubens, no parece extrañado. Apenas una treintena de obras, algunas espectaculares, como todas las del gran pintor. Pero también Teniers el Joven,  o el maravilloso Van Dick.

Antiguo hospital de San Andrés de los Flamencos, recibe al peregrino, aunque no provenga de Flandes, con un aire lo suficientemente tranquilo. Para el espectador español, tan acostumbrado a la retórica religiosa de los cuadros de gran tamaño, los pequeños placeres de la vida familiar y social (el bodegón (Snyders), la fiesta (Van Alsloot), la caza (Fyt) o el retrato de familia (de Vos…) indican un gusto por el arte diferente, el de una burguesía que no desprecia el dinero y deja que lo cotidiano asome al óleo, en una sana desacralización de la pintura, que también alcanza al formato, más manejable. Naturalmente, la Corona y la Iglesia seguirán siendo los principales clientes de los pintores, sobre todo porque ya se ha iniciado el coleccionismo de la monarquía española, con Felipe II como ambicioso rector.

El museo, pues, recoge un interesante conjunto de piezas, casi todas ellas en préstamo por la remodelación del Museo de Bellas Artes de Amberes, que volverá a abrir en 2017 y otras del Prado y Patrimonio Nacional. Además del “fondo”, el visitante encontrará una exquisita colección temporal de grabados de Rembrandt, indiscutible maestro del dibujo, presidida, como no podía ser menos, por uno de los muchísimos autorretratos del pintor.

La joya del museo, que tiene la obra en propiedad pues fue quien la encargó (la Fundación cumple 420 años en España), es el Martirio de San Andrés, y solo por ella vale la visita. Es una de esas imágenes con capacidad de detener el tiempo y al observador. Una maravilla compositiva, con detalles escalofriantes, como la baba consistente del caballo que monta Egeas, de una cinética violenta, la terribilitá del santo o la contrición de los creyentes. Ese caballo de pequeña cabeza (junto a esta obra se encuentra Quos ego…, del mismo autor, donde veremos dos hipocampos fantasmagóricos de expresión horrorizada) compone la sólida base que reparte la luz hasta los putti de la esquina superior derecha: el cuadro todo es una dinámica expresión de la lucha entre el bien y el mal, entre los victimarios y los creyentes en sufrimiento. Egeas, procónsul de Acaya que se niega a convertirse, es muerto por el Diablo al regresar a casa.

Pero no es la única, naturalmente: el visitante podrá contemplar dos retratos de Michaelina Wautier, una excelente pintora en un mundo de hombres, o escenas de taberna, entre ellas, la maravillosa La muerte es feroz y rápida, de Van Craesbeeck. Busque el espectador el dorado símbolo de la parca, con arco y flechas, en la esquina inferior diestra, me lo agradecerá.

Wikimedia Commons. El sueño de Venus, de Jordaens. En realidad, la historia de Eros y Psique

Wikimedia Commons. El sueño de Venus, de Jordaens. 1.645. En realidad, la historia de Eros y Psique

Jordaens nos muestra su visión del locus cultural de Eros y Psique: la mujer que con trabajos de amor ganados llega a ver el rostro de los dioses, que es lo que le tenían prohibido, ayudada por algunos de ellos. Eros, al verla dormida, cae rendido a su alma.

En suma, una excelente noticia. Madrid, que fue siempre lugar de paseo y reflexión, un tanto alejada de la industria hasta que ésta lo ha invadido todo, tiene otro mandala para los que, como este comentarista, reciben su mejor alimento del arte: una manera efectiva de acercarse a los dioses. Como Eros en la contemplación de Psique, el visitante devient amoureux.

Museo Fundación Carlos de Amberes. Calle de Claudio Coello, 99, Madrid

La melancolía como protesta

El interesante catálogo de la exposición

El interesante catálogo de la exposición, de Publio López Mondéjar

Junto a fotografías del viejo Madrid, Azorín y Baroja, viejos y cansados, pasean en solitario, ofreciendo a la intemperie su rostro ya esculpido a cincel por el tiempo a la cámara de Nicholas Muller, en 1.950. Ese aire de inevitable conocimiento sobre el transcurso de la vida cuando es pensada les llega casi a la ropa, pesada como el invierno de la capital, y al paso corto e indeciso de los novelistas. De algún modo, marcan el tono sentimental de lo que el observador encontrará en la visita. El desencanto del 98 que irradia hasta hoy.

La melancolía, madre de la furia en ocasiones, es una forma de protesta en España. Suele acabar, como sostenía Földenyi, en un alejamiento del mundo. Tal vez por miedo al chispazo o porque no se dejan fuerzas al cuerpo cuando el alma se busca. Esas lamentaciones de Larra, el pesimismo de Unamuno o el bisturí de Ortega. En un país partido en pedazos, es extraño que no haya surgido la segunda generación del 14, o quizá todavía no la vemos. Tal vez el cientifismo, la racionalidad como método de análisis, son demasiado exigentes para estos tiempos líquidos.

Es lugar común, con todo. Las fotos antiguas tienen un poder magnético, que remite casi al olfato, a la química: un aire que no vemos ya. La popularización de la foto le ha hecho perder parte de su magia y ese encantamiento, como cinta continua, nos mueve por las salas, entre la curiosidad y esa melancolía por los tiempos en los que ser intelectual conservaba algo sagrado.

Hay mucho sobre lo que reflexionar en esta exposición. El tiempo de los fotógrafos, cuando la labor requería suciedad, tiempos de espera, soporte físico y una inevitable contextualización: cuando se hacían fotos por algún motivo, no porque estuviera la realidad ofreciéndose, obscena como es. El tiempo de las tertulias, casi como equipos de fútbol: yo voy con la de El gato negro, de Valle. El tiempo de las exequias multitudinarias, del luto oficial ante la muerte, por ejemplo, de Rubén Darío. El tiempo en que la sociedad escuchaba a sus escritores y filósofos, aunque fuera después de muertos (las palabras retumban, entonces, con mucha más fuerza).

Los ojos de Picasso han llegado a tener casi tanta fama como su obra. De manera que el paseo lo hago buscando si serán los ojos, como en las imágenes de Azorín y Baroja, lo que iguala en algo el oficio del escritor. Y en prácticamente todos los casos, la vida aparentemente tranquila del escritor se niega en el cansancio de la mirada, vieja desde que se agarra una pluma. El cansancio puede tener una traducción en lo aceptado, y nunca derrota sino entendimiento o una paz firmada a regañadientes. También puede mostrarse como derrota, sin embargo: lo que empieza como busto modelado y termina a golpes. Los párpados caen justo antes de que lo hagan los brazos.

Juan Ramón dux. Azorín, Baroja, Valle absorto, Galdós decidiendo. Unamuno agredido. La convicción de Pereda. Gómez de la Serna recuperando la tradición del bufón que acierta: “le quedaba en las gafas el recuerdo de las cosas vistas: era un fotógrafo.

Y así, con el tiempo tirándome de los faldones de la chaqueta, los zapatos viejos como los de la mayoría de los fotografiados (la bohemia parece el hilo conductor, finalmente) negándose a salir, abandono el blanco y negro y salgo a la luz de la calle Alcalá, donde todo indica que, an alguna de sus buhardillas, un escritor remienda sus mitones dispuesto a dejarse la mirada a base de horadar la superficie de lo que vemos. Si por allí aparece un fotógrafo, sea.

EL ROSTRO DE LAS LETRAS. Escritores y fotógrafos en España desde el Romanticismo hasta la Generación de 1914. Del 25 de septiembre al 11 enero 2015. Sala Alcalá 31.

El ¿libro? más extraño que he visto en mucho tiempo. Xu Bing.

A las tres de la mañana en el libro de Xu Bing

A las tres de la mañana en el libro de Xu Bing

Este libro no está en inglés. Ni en español. Ni en chino, aunque tal vez tendría alguna conexión más evidente con los ideogramas. Ni siquiera estoy seguro de que sea un libro. Tiene forma de libro y lo he comprado en una tienda de un museo, en el Thyssen. Es muy divertido, superficial y profundo a la vez. Y es muy inquietante.

Este ¿libro? ¿arte de producción masiva? ¿intervención? ¿manifiesto? no tiene palabras, siquiera. Es un lenguaje específico y todos los lenguajes a la vez.

En 1.988 Xu Bing realizó una exposición llamada Book from the sky. En ella, mediante caracteres chinos falsos, ponía en discusión la validez del lenguaje o su falta de adecuación a lo que se hace necesario y por tanto hacía más evidente su papel como herramienta de confrontación antes que de comunión. Al igual que en el caso de otros artistas asémicos, como Michaux, la andanada lo es sobre la línea de flotación de la transmisión cultural: por un lado devuelve un poder seminal al propio sistema de notación, pero por otro pone en duda la convención sobre la que se asienta el significado y por tanto, la capacidad de transmitir. La operación no es en absoluto asémica: el significado es poderosísimo puesto que se niega la base cultural y el contenedor de representación que implica el lenguaje. Es un mecanismo que solo conduce al idiolecto desde la unidad mínima de composición, la letra o en este caso el ideograma. Al modo de La vela de Finnegan, de Joyce, un libro imposible de traducir y casi de leer en su lengua nativa inglesa (trufada de expresiones en otros idiomas, como el latín), Book from the sky suponía un acto que podríamos calificar de autoritario en su arrogante posición como discurso inalcanzable y soberbio, en tanto que buscaba más el distanciamiento artístico que la transmisión de conceptos entendibles.

El debate, por tanto, se convierte en una conversación imposible pues nada transmite excepto la desconfianza absoluta en la capacidad del lenguaje. Esa duda que ya exponía, por ejemplo, Gabriel Josipovici sobre la posición del escritor (chamán del lenguaje, al fin) en el mundo, pero que se podría expresar también mediante una asunción del estupor: la misma sospecha que nos asalta leyendo La carta de Lord Chandos de que solo el silencio, y solo en el silencio, se atrapa la vivencia, sin signo asociado. Las elecciones de la materia para narrar (empezando por el alfabeto o el idioma) nos llevan a pequeños cobijos, y solo en la intemperie del mundo parecería éste cobrar sentido. Esta sensación de inaprehensión, que tanto ha castigado también a los pintores, está en la base del impulso de narrar, pese a que el escritor avisado, y también el lector, sepan que a lo máximo que se puede aspirar, como decía Faulkner acerca de su novela El ruido y la furia, es al mejor fracaso posible. La incomodidad con el lenguaje como mecanismo de representación (una rosa es una rosa es una rosa) atraviesa la cultura como un venablo en el corazón y la herida, pese a dejarnos moribundos, no nos impide la busca de esa comunión cabalística entre lo representado, lo dicho y lo real.

La operación, en Book from the ground, es probablemente de orden inverso. No se niega el significado al lenguaje, sino que se busca universalizar la señal de transporte mediante un “idioma” propio del no lugar: señalética de aeropuerto y simplicidad de los mensajes de los pictogramas. El resultado es visual y plano: es la muerte de la connotación, información pura, a veces escatológica, sobre 24 horas en la vida de un hombre, cualquier hombre (y eso también es inquietante). Por decirlo de algún modo, es el lenguaje de los sin identidad.

Si la poesía concreta, de la que este reseñista es humilde practicante, trata de devolver un significado visual al lenguaje, jugando con la grafía y tratando de empujar las fronteras del caligrama, la operación de Bing es la de negar el significado del lenguaje escrito o al menos poner de manifiesto sus límites. La realidad, por tanto, puede ser asida con herramientas muy pobres, negándose la elevación y ciñéndose, como la propia vida de muchas personas, a la anécdota. En mi caso, trabajo con versos sobre el paisaje, habitualmente: la impronta de una escena o de un vistazo llegan en el taller del poeta al verso. Dotar de una imagen propia a alguno de esos versos es también volver a la primera impresión. Y la demostración de que es un intento imposible que ni siquiera la fotografía, tan referencial ella, logra: atrapar verdaderamente la esencia de lo real. No obstante, la secuencia de la caza de la imagen y su sublimación en el verso y a la vez el “reciclado” de versos pre-existentes y venidos de la sensación ante el paisaje para devolver una idea visual (pasar del alfabeto al ideograma, en fin) es un círculo que se agota en sí mismo y expresa, al fin, una doble exposición a la vivencia que, lamento confesarlo, no amplía los límites de la precisión del significado: tal vez solo aporte, como ya anunciaba Proust, capas espurias de artisticidad.

Valga el excurso, y perdóneseme la atrevida intromisión de mis propias reflexiones sobre el asunto, para poner en perspectiva la figura del autor: Xu Bing, que lleva décadas estudiando las artes de imprenta, el arte y el significado social del mismo, consigue algo que inaugura y probablemente mata el género de la narración pictográfica. El libro es interesante, divertido, retador y de una creatividad asombrosa, pero también es una sublimación de lo fútil y lo ininteresante.

Hay más lecturas, naturalmente. Una posible es la de la globalización de la peripecia en culturas que están perdiendo sus rasgos de identidad. El día de un oficinista coreano no se diferenciará mucho del de uno alemán: lo terrible es que tal vez ninguno de los dos intente que ese día sobresalga, pero no porque no estén interesados en ello, sino porque la impresión de realidad que produce, precisamente, la actividad, ejerce una operación similar a la del lenguaje convencional al dotar de significados tranquilizadores a actos que, desnudados por Bing y estudiados con atención, serían casi aterradores en su vaciedad.

Tal vez conozca el lector los “mangas” japoneses sin texto. En este caso, se fía al dibujo el transporte de la emoción, que sí es universal, aunque solo sea porque nuestro cerebro reacciona automáticamente a las expresiones faciales y, según parece, a los emoticonos. La banalización de la emoción producida por este lenguaje reducido a su mínimo transporte es otra de las consecuencias. Y aunque la operación de Bing trata de llevar los pictogramas a su máxima capacidad de expresión, el resultado es desasosegante.

Entronca, por otro lado, con muchas tradiciones de la imagen como generadora de discurso, siempre utilizada por quienes saben de su poder. Normalmente, la lección de la gárgola, del capitel románico, quedaba casi en manos de la conseja, pues la misa en latín servía más para potenciar el misterio que para explicar la palabra. Era, por tanto, un respeto taumatúrgico. Paralelamente, se da, mientras se analiza el volumen (insisto en que no encuentro un verbo para describir la acción de enfrentarse a este libro) la familiar sensación de que estamos leyendo jeroglíficos, lo que se traduce en un juego ciertamente divertido. Pero el vacío del libro termina atrapando a quien se expone a él. Si siempre hemos querido conocer a Julián Sorel, a Madame Bovary, a Viernes o incluso a cualquiera de los Kas de Kafka, el presentimiento de que este personaje se parece demasiado a un lunes gris lo hace repulsivo… como un espejo.

Sería injusto, por último, no acudir a las explicaciones del autor, aunque solo sea por haberlas rebatido: “Hace veinte años hice Book from the sky, un libro de caracteres chinos ilegibles que nadie podía leer. Ahora he creado Book from the ground, un libro que cualquiera puede leer. Aunque son muy distintos, los dos libros tienen algo en común: independientemente del idioma o el nivel educativo, el libro trata a los lectores de manera igualitaria. Book from the sky era una expresión de duda y alarma sobre los sistemas de escritura existentes, Book from the ground expresa el ideal de un lenguaje universal y comprensible, y mi idea de la dirección que toma la comunicación contemporánea”.

Superar Babel o al menos el complejo.

Enfréntense a este raro experimento, este cruce de caminos entre el arte, la reflexión, la sonrisa congelada y el alarde. Encierra muchas más lecciones de lo que parece.

 

 

Xu Bing. Book from the Ground. The MIT Press, Cambridge Massachussets, 2013. Redifusióncon permiso de microrevista.com