Ciertas flores se conforman con la levedad del pétalo porque saben que nada en la acumulación o en el ornato las hará más grandes. Las malas hierbas solo lo son porque asignamos el adjetivo: se interponen en nuestros planes tan solo estando ahí. Hay una incomodidad en la presencia humilde: los pequeños guijarros en algunas playas, aun fuertes pero tal vez desolados si no vuelven al mar.
Ciertos días hacen flor en los días. Señalan con su estambre breve aquello en lo que deberíamos fijarnos, pero, acostumbrados al dictado de la prisa, del ensimismamiento, no llegamos a verlo. La caricia inesperada de la brisa al doblar una esquina, el transeúnte que aparecerá en nuestro sueño de la noche, un andar ligeramente indeciso ante los espejos…
Lo pequeño se hace enorme cuando nos fijamos. Y así, coleccionado lo vivido en minutos exactos, podemos dibujar un mapa de la vida y observar la asombrosa precisión de los caminos que el destino ha ido eligiendo. La rodera guía inconclusa, la sospecha del recodo (la curva en el camino de Cezanne), la presencia de la maleza en el costado del andar: la mirada que se hurta es la que tirará del hilo de nuestra perdición.
Dijo el viejo narrador: al perder una pestaña, seca por su dureza, el emperador perdió también el trono.