Bauhaus supuso un ejercicio de racionalización en todos los campos que tocó. El deseo de Walter Gropius de que la forma siguiera a la función es más complicado de entender en el caso de objetos cuyo destino es la contemplación. El ejercicio de dotar de funcionalidad a la obra desde una visión del mundo y en el que además se asigna a la utilidad una mirada ideológica, fue una revolución en toda regla en un periodo en el que la libertad de pensamiento, el afán transformador, recorrían Occidente como un delta inconsciente de su poso.
El afán de intervención, por descontado, se asentaba en otros afanes totalizadores y conscientes del peso posible de la espiritualidad del arte en un mundo que se desacralizaba a gran velocidad.
En esa sustitución de los mitos, Albers posa su mirada en la economía, en el sentido clásico del reparto de medios escasos que tienen usos alternativos. El primero de tales usos es el de la propiedad, puesto que determina los mismos derechos de la consunción. La transmisión comercial lo es, por tanto, de esos derechos. Como explica Buchanan, vender una sandía es ceder el derecho de su consumo, que es el fin primario previsto, pero es el nuevo propietario del mismo quien determina el uso real que le da al bien. En el caso del arte, como Albers expresa, el consumo se basa en la contemplación como forma más elevada del mismo.
El arte, mediante la serialización, puede democratizar ese consumo (con el pequeño derecho de propiedad de, por ejemplo, una serigrafía), o mediante la exposición pública. El ejercicio de insistencia de Albers (la exposición de la Fundación Juan March se llama Medios mínimos, efecto máximo) sobre la escasez casi monacal que se impone es también una inteligente mirada sobre la serialización artesana. Al modo de Monet y sus paisajes repetitivos, Albers es capaz de diseminar de modo más poderoso su discurso dejando que sea la luz la que lo construya.
El efecto, al contemplar la serie Homenaje al Cuadrado, por ejemplo, es el de cierta hipnosis debida a la repetición, pero en realidad lo que se está buscando es una educación de la mirada que posibilite la busca del cambio mínimo y la potenciación del efecto en el espectador, no en la obra. En ese sentido, la operación pone al ojo como protagonista, y no al propio cuadro. El ojo es túnel hacia la mente, por descontado, como ya prefiguraba Cezanne, maestro en dejar que sea el espectador quien, como en el caso de la mejor poesía, complete el sentido.
La serie Homenaje al Cuadrado, como emblema de la obra de Josef Albers, persigue una renuncia a las posibilidades de la pantalla y la sombra mediante una sabia utilización, casi de reminiscencias zen, de la mínima variación cromática. Su faceta de profesor probablemente tiene que ver también con esto. Como él mismo expresa, el beneficio del arte está en la elevación, no en la separación: la suma es colectiva en tanto que se realiza cuando se transmite. Los estudios de Albers sobre el color tienen un fuerte impacto cuando se analizan: los colores lo son no solo por la refracción de la luz sino también por la influencia de otros. Una masa del mismo gris cambiará su tono cuando se la relaciona con otros colores. No es difícil de comprobar si se dispone de un ordenador, y hay multitud de juegos cromáticos en internet si el lector curioso quiere avanzar en este campo.
La revelación (que es sustancia del arte, que se da “cuando nos contempla”) es que la conjunción de objetos de similar aspecto (por ejemplo, un cuadrado) es disímil porque el entorno afecta. Como ocurre con el ambiente en el que las personas se mueven, esa influencia es una lección (al menos para este observador) de las diferencias de visión entre un espectador u otro respecto al mismo objeto representado.
Juega también Albers con los intaglios (un tipo de dibujo en relieve sobre plancha que se transfiere a papel) con la pureza del blanco, suma de todos los colores, y en cierto modo negación de los mismos al renunciar a su personalidad y entrelazamiento. Ni siquiera hay línea, sino sombra de una línea en relieve. Del mismo modo, cuando renuncia a la masa de color para buscar solo la pureza de la línea en la serie Constelaciones Estructurales, Albers propone un juego sobre lo interior y lo exterior a través de ilusiones ópticas.
En suma, Josef Albers empuja el límite, que es lo que se supone que debe hacer el arte, de la sencillez de sus herramientas y materiales para obtener en la mente del observador un efecto de perplejidad y apreciación que implica la aspiración de espiritualidad del arte abstracto, el más asombroso experimento artístico del siglo XX.
Hasta el 6 de julio en la Fundación Juan March de Madrid
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