Trifacies. Lo útil, lo inútil y los puentes entre ellos.
No ha pasado desapercibido este pequeño e interesante ensayo de Nuccio Ordine acerca de la utilidad escondida de lo que es pretendidamente inútil, al menos porque no encuentra aplicación evidente e inmediata. Es una potente miniatura, un resumen revelador y también una inteligente exposición de por qué la pérdida de los saberes clásicos nos empobrece y entorpece el progreso. Lo útil, como ya sabemos por el diálogo socrático, no se une a lo bello, sino que parece estar en lucha, y victorioso, al traducir la utilidad en dinero. Por lo que tampoco es de extrañar que esa oposición haya prendido en la mente de muchos hombres. No es necesario construirse enfrentados a lo distinto, pero un mundo gobernado por lo útil se supone que necesita que se recuerde la derrota total de lo que es considerado superfluo y a ello se aplica con denuedo. Sic transit.
Al hilo de la lectura, más que la habitual reseña crítica (pues ha recibido mucha atención de la crítica el librito) me surgen algunas reflexiones que vienen desde la misma preocupación compartida con el autor italiano. En muchas opiniones coincido, pero me gustaría tensar un poco más la cuerda argumental. Adelanto, no obstante, que el libro tiene una ilación impecable y además dinámica, lo que resulta en una lectura cómoda. El cultivo de las letras y las ciencias al desgaire, del saber por saber, es para el autor, y para quien esto firma, el verdadero atributo de lo humano y lo que nos permite trascender el dictado de la biología. La espiritualidad humana es inseparable de la corporalidad, y preferimos la lección sobre la unicidad de Walt Whitman, mientras que la utilidad (entendida como la ampliación del alcance: por ejemplo, cambiar de canal en la TV, pero también la azagaya o la maza o el dinero tras una transacción) es hija de la tecnología y ésta bastardeo de la ciencia. Lo sensorial tiene un sentido propio más allá del sentido común. Como defiende Ordine, el saber no puede, como la verdad, ser prostituido, ni siquiera poseído puesto que se pervertiría. Pero la simple contemplación supone un acto de posesión, según Plotino, y aunque sea ésta efímera, deja una impronta en el espíritu. No es pues una posesión individual, sino cima ofrecida a la conquista del esfuerzo de cualquiera. Y además, se puede transmitir.
Es la curiosidad la que verdaderamente mueve el mundo y la imposibilidad de alcanzar el conocimiento pleno la que impulsa el afán de acercarnos: da igual el producto que pueda salir por la aplicación técnica o el valor monetario de la obra, la busca se hace porque debe hacerse. Perseguir lo humano que nos hace humanos, podríamos decir. Recojo un pensamiento del autor sobre una reflexión de Kakuzo Okakura, que sostiene que la humanidad pasa del estado animal al que ahora pretendemos tener cuando un hombre recoge una flor para dársela a su compañera. Ese acto inútil y desinteresado introduce la idea de la belleza.
Esa curiosidad puede convertirse en obsesión, especialmente para los insaciables. Nada sustituye al alunamiento del artista, y ni siquiera podemos entender su motivación última: que el poeta busca algún tipo de comunicación consigo, con la naturaleza, con el lenguaje o con una verdad superior no puede ser puesto en duda pero tampoco dilucidado. Como sostenía Platón, las artes distraen a lo hombres de su acercamiento a los dioses: son por tanto un atrevimiento pecaminoso, pero no por ello el artista dejará de medirse con las esferas celestes, quizá porque la distracción de lo útil es aun mayor. Del mismo modo, el científico, al alquimista, no buscarán oro o prebendas, sino arrancar sus secretos al caos para traer orden, cosmos, al tapiz a veces ininteligible de la naturaleza de las cosas.
Se dice que el mejor engaño del Diablo fue convencer a la humanidad de que no existe. Del mismo modo, y es una línea argumental que necesitaría más desarrollo del que me da este espacio, lo útil, lo práctico, para entendernos, se ha disfrazado de bello mediante el diseño o un discurso machaconamente repetido por siglos sobre la propiedad y el consumo. Es decir, si el auto de carreras de Marinetti es más bello que la Victoria de Samotracia, si el urinario de Duchamp se puede convertir en fontana, el discurso asociado a lo bello se mezcla con el asociado a lo útil, y parecería que las artes, inadvertidamente, se han entregado a lo técnico confirmando que lo inútil, traducido a dinero, produce utilidades económicas, y por tanto se rinde a la medición utilitaria.
Del mismo modo, la investigación científica es puramente finalista, la literatura se mide al peso y la poesía admite toda suerte de ínfimos aventurerismos. Se ha perdido la batalla porque se ha desdibujado la frontera de lo práctico y lo onírico, lo armilar y lo abultado. Por volver a Duchamp, los propios críticos consideran la mencionada obra como la más influyente del arte moderno, y el aviso es estremecedor: los connoiseurs habilitan un puente desde lo utilitario a lo elevado, del mismo modo que en el M.O.M.A. de Nueva York
se pueden contemplar ejemplos de diseño industrial incorporados al sacrosanto templo del arte moderno. Se permite no solo la traducción del arte a dinero sino de lo dinerario (pues es la razón básica de la mayoría de las creaciones industriales) a lo artístico. La simple preferencia mayoritaria del público por el diseño decide el destino de la querella.
En el resultado da igual que lo superfluo, lo inútil de la cultura se haya rendido o el mercado haya optado por la aniquilación. Gran parte del ensayo de Ordine se dedica a justificar la defensa de lo inútil de la enseñanza de la literatura, por ejemplo, pero pidiendo árnica a los convencidos de que solo se ha de practicar lo práctico. Argumentos como el de Hugo de que para salir de las crisis hay que duplicar el presupuesto de cultura o el de Churchill de que la guerra se hace para defenderla son casi contraproducentes, pues el utilitarista a ultranza no dará valor a la cultura. Es decir, el intento de traducción a dinero de la cultura para ver si por ahí se despierta la compasión parece condenado al fracaso. Si ha de ser así, si los poderes públicos, ejercidos por personas sin profundidad, no se dan cuenta de que la defensa de la cultura es la defensa de nuestra posibilidad de sobrevivir, entonces, al menos que no se menoscabe la dignidad en la pérdida: muéstrese su desnudez al rey. Ordine recoge estos extremos: la defensa debe hacerse porque es lo que debe hacerse. Y por ese camino, Ordine cae en el peor de los pecados al convertir su pretendidamente inútil defensa de lo inútil en un manifiesto urgente de enorme valor al que resulta difícil no asignarle una utilidad aunque solo sea como fuente argumental para un debate que ya adquiere tintes de urgencia. Exitoso fracaso, sin duda.
Lean este libro de Ordine, que expone con mayor rigor que el poco que yo pueda aportar un asunto de trascendencia vital. Quéjense, vayan a la biblioteca, miren de reojo todos los cuadros que vean, apaguen la tele, vuelvan a pensar en ustedes mismos sin el abrigo de las páginas de Cervantes, de Ariosto, de Shakespeare: y así, anticipando el frío, entren al debate. En la inutilidad, amigos, encontraremos el refugio que solo da una charla de fogata.
Nuccio Ordine. La utilidad de lo inútil. Manifiesto. Ed. Acantilado, 2013
Redifusión con permiso de microrevista.com
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