Un viajero sube a un tren de Alta Velocidad. Tanta que casi es como ir en metro, dentro de un túnel, el paisaje tiene esa distorsión como de dibujos animados: los postes no acaban de ser verticales, tienen una rara inclinación porque el ojo no está educado para eso. Así que los terraplenes, las montañas y valles, las granjas y túneles, parecen salidos de una película como si se hubiesen creído lo de ser secuencia. Quién quiere ser un simple fotograma.
El viajero mira el asiento de delante, repasa unos papeles, se dispone a ver una película aburrida. Siente algo de mareo cuando mira hacia fuera. Como si se le fuera algo en el paisaje. Pero no encuentra qué, no cómo pararlo. Sabe que cuando llegue a la estación y todo se detenga, el mapa se recompondrá y podrá ser explicado de nuevo, como en ausencia del tiempo. Aun así, respirará con desconfianza hasta que las escaleras mecánicas le saquen del andén.
Se pregunta si los demás también lo ven, pero nadie tiene tiempo, piensa, de pararse en estas cosas. Saca su móvil y cae en las redes sociales. Pero ahí no hay nada que le ayude a responderse. Pega el teléfono al cristal y comienza a hacer fotos y a pensar en su vida, la pasada y la que no ha tenido. Las que se le han escapado. No mirará las fotos hasta dentro de unos días y pasará el dedo por la pantalla sin atención, con prisa, como si todavía estuviera en el tren.