De La Tour goza de un merecidísimo reconocimiento en Francia como uno de sus pintores esenciales. De obra escasa, su especial trato con la luz hace de él un pintor de un alcance ciertamente extraordinario.
La exposición en el Prado es excelente y reúne gran parte de sus trabajos. Como siempre, con un aparato crítico didáctico y que permite comprender la evolución del pintor. Los temas son escasos, los colores son escasos, la obra es escasa y el talento enorme.
Podríamos decir que la exposición se separa en los temas de día y los temas de noche, sin miedo a equivocarnos. Y los nocturnos son de una calidad asombrosa: superan el juego siempre atractivo del tenebrismo para constituirse en propuestas de meditación.
Se cuenta que para el rodaje de Barry Lindon, de Stanley Kubrick, hubo que inventar cámaras que pudieran filmar con luz de vela porque se buscaba dar fe de esa vida que tiembla ante el fuego mínimo del pábilo. Algo así parece sentir el visitante del Prado ante los dos cuadros de la Magdalena penitente. La extraordinaria intimidad de las escenas, casi profanadas por el pintor, impulsa casi inevitablemente al espectador a una meditación recogida para tratar de entender exactamente cuál es el sentimiento que ampara y domina a la protagonista. No es solo la exquisitez del dibujo o el acogimiento de los infinitos matices pardos de la luz de vela, ni siquiera el despojamiento de atributos de santidad, mediante esa iconografía llana: es también la historia que se agolpa tras el barniz en sus cuadros de músicos ciegos, que casi permite reconstruir la narración.
Como en los mejores libros, lo que se muestra no es lo que se cuenta. Las escenas íntimas, los retratos individuales o poco poblados de de La Tour tienen la asombrosa capacidad de evocar algo que sabemos que está pero que tenemos que reconstruir nosotros. Y como el que escribe es espectador ensoñado y curioso, me detengo ante una mosca pintada en la tela y pienso en esa capacidad técnica que muestra también el Divino Morales, pocos meses atrás en estas mismas salas del Museo del Prado. Y me pregunto si es la misma, que pervive en los siglos para recordarnos que en la mirada a lo mínimo tal vez está el secreto de estas historias que nos cuentan los más grandes pintores.
Volveré, con un matamoscas de pensamiento, a ver si me doy respuesta. Y si no lo logro, que es lo más probable, iré a pasar, otra vez, mucho tiempo contemplando los nocturnos de De la Tour. Penitente de mí mismo.
Georges de La Tour. Museo del Prado. 23 de febrero al 12 de junio