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Continente salvaje. Keith Lowe.

By No 5 Army Film & Photographic Unit, Wilkes A (Sergeant) [Public domain], via Wikimedia Commons

By No 5 Army Film & Photographic Unit, Wilkes A (Sergeant) [Public domain], via Wikimedia Commons

El oficio del crítico es situar la obra leída en el contexto de su coetaneidad, y al tiempo, describir para el posible lector qué se encontrará en las páginas del volumen: la mejor crítica, además, descubrirá qué se puede sacar de entre esas mismas páginas. Una posición, por tanto, distinta a la del lector, que deberá hacer esa entresaca por su cuenta y bajo sus criterios, pese a que los de la crítica (es la misma raíz) sirvan como azadilla para remover la tierra entre las letras.

Hay, por tanto, un ejercicio de contención del crítico y una cierta obligación sobre el formato: en primer lugar, cuenta la actualidad del libro, lo que a algunos nos parece un corsé demasiado estrecho. La condición debería ser, tal vez, que el libro fuera fácil de encontrar en las librerías, y esta es otra condición del mercado que ha cambiado. Hay otro corsé que viene de la forma, incluso de la extensión del texto.

Y sin embargo, hay libros que nacen con vocación de ser intemporales (todos, según la consideración de cada autor), y entre ellos, los de Historia, que tratan de asentar, en el contexto del flujo de la historiografía, el título de referencia. No se intenta aquí resucitar la voluntad del crítico a la luz de sus preferencias, pues debe esperar pacientemente a que se cumpla el rito de la reedición de obras olvidadas, en ocasiones justamente. No tendría mucho sentido criticar la reedición de los clásicos, a no ser, como vemos usualmente, por causa de una nueva traducción.

No obstante, los mejores libros de historia tienen la virtud de enlazar sin gran esfuerzo con el pensamiento de la época en la que se escriben, no el de aquella sobre la que escriben. Este es el caso de Continente Salvaje, de Keith Lowe, publicado en 2.012 por Galaxia Gutenberg. Pero además, el libro trata sobre las pervivencias de la Segunda Guerra Mundial mucho más allá de su final oficial: por ejemplo, en la guerra civil yugoslava de los noventa. De hecho, al menos para este lector, el periodo inmediatamente posterior al final de ese conflicto es prácticamente desconocido. Entre otras cosas, según defiende el propio autor, porque se da una impresionante ocultación de gran cantidad de conflictos nacionales o regionales que estallan tras la contienda. Es cierto que la Europa de hoy se construye sobre los cimientos de la reorganización que produce la guerra fría, pero la lectura del volumen da cuenta de la endeblez de los mismos.

Más allá del recuento de atrocidades (desde la masacre de ucranianos a manos de polacos y viceversa a la larga y cruel guerra civil griega) que describen cómo a la destrucción física y económica del continente se une una degradación moral que alcanza nuestros días, lo pavoroso de la lectura estriba en descubrir que gran parte de aquellas heridas no se han cerrado o han alimentado mitologías ahistóricas que, sin embargo, perviven como auténticas en el sentimiento de muchos pueblos o segmentos sociales.

Como acertadamente señala Lowe, la Guerra Mundial en Europa esconde o ampara muchos otros conflictos que colean tras apagarse el fuego de la Gran Guerra: luchas étnicas, como el antisemitismo que atraviesa todo el continente, nacionalistas, que provocan un impresionante y extraordinariamente cruel movimiento de desplazados, o ideológicas, que cristalizan en el Telón de Acero pero que tienen también lugar en Francia o Italia, aherrojadas con decisión por las potencias aliadas y los partidos tradicionales para parar el avance comunista. Además de que so capa del conflicto muchas rencillas personales encuentran solución en medio del fragor.

La investigación de Lowe es monumental y el libro un canto a la doble verdad y sus peligros: el baile de cifras de muertos, desplazados o violaciones es en ocasiones abrumador y difícil de discernir. La propaganda y, lo que es más grave, la ocultación de los datos, se hace al abrigo de intereses nacionales o ideológicos. Y es que otro escenario de la guerra es la notación de los datos, la propia Historia, en suma. Es complicado separar lo cierto de lo incierto o de lo falso, y el autor, naturalmente, no lo hace puesto que no es posible. Pero sí avisa de ciertos desplazamientos de los puntos de vista sobre víctimas y victimarios: que habiendo para todos culpa, los crímenes nazis fueron de una atrocidad sin parangón al industrializar el asesinato.

La sinrazón, la venganza y el odio o la simple maldad se adueñaron de Europa mucho más allá del fin de la guerra y es labor de todos avisar de que jugar con la Historia es un ejercicio peligroso: mejor es saber qué ocurrió para tratar de evitar que los vendavales de irracionalidad encuentren campo libre para arrasar la civilización que, mostrada a veces tímidamente, es el verdadero cimiento de Europa.

La lectura es desgarradora y estremece a cualquiera que se acerque a sus páginas. Pero además, es apasionante y con toda probabilidad, reveladora de hechos que las cenizas de la vergüenza y la ocultación han difuminado y que dibujan la imagen fiel a la que el acertado título responde: la de un continente sin ley ni mandato moral.

Como señala en cierto pasaje el autor narrando la conversación entre un estudiante búlgaro y un oficial de la milicia comunista que le interroga: “si no sabes odiar, te enseñaremos”. Para todos aquellos lectores, o simplemente ciudadanos, dispuestos a no tener enemigos, este libro es imprescindible. Y a los otros, no les vendría mal leerlo.

Continente salvaje. Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Keith Lowe.
Galaxia Gutenberg, 2.012. Traducción de Irene Cifuentes. 539 páginas
Publicada en http://www.microrevista.com/continente-salvaje/
Agosto 2013. Redifusión bajo permiso de microrevista.com
 

 

 

Josef Albers en la Juan March. El triunfo de la sencillez.

Bauhaus supuso un ejercicio de racionalización en todos los campos que tocó. El deseo de Walter Gropius de que la forma siguiera a la función es más complicado de entender en el caso de objetos cuyo destino es la contemplación. El ejercicio de dotar de funcionalidad a la obra desde una visión del mundo y en el que además se asigna a la utilidad una mirada ideológica, fue una revolución en toda regla en un periodo en el que la libertad de pensamiento, el afán transformador, recorrían Occidente como un delta inconsciente de su poso.

El afán de intervención, por descontado, se asentaba en otros afanes totalizadores y conscientes del peso posible de la espiritualidad del arte en un mundo que se desacralizaba a gran velocidad.

En esa sustitución de los mitos, Albers posa su mirada en la economía, en el sentido clásico del reparto de medios escasos que tienen usos alternativos. El primero de tales usos es el de la propiedad, puesto que determina los mismos derechos de la consunción. La transmisión comercial lo es, por tanto, de esos derechos. Como explica Buchanan, vender una sandía es ceder el derecho de su consumo, que es el fin primario previsto, pero es el nuevo propietario del mismo quien determina el uso real que le da al bien. En el caso del arte, como Albers expresa, el consumo se basa en la contemplación como forma más elevada del mismo.

El arte, mediante la serialización, puede democratizar ese consumo (con el pequeño derecho de propiedad de, por ejemplo, una serigrafía), o mediante la exposición pública. El ejercicio de insistencia de Albers (la exposición de la Fundación Juan March se llama Medios mínimos, efecto máximo) sobre la escasez casi monacal que se impone es también una inteligente mirada sobre la serialización artesana. Al modo de Monet y sus paisajes repetitivos, Albers es capaz de diseminar de modo más poderoso su discurso dejando que sea la luz la que lo construya.

El efecto, al contemplar la serie Homenaje al Cuadrado, por ejemplo, es el de cierta hipnosis debida a la repetición, pero en realidad lo que se está buscando es una educación de la mirada que posibilite la busca del cambio mínimo y la potenciación del efecto en el espectador, no en la obra. En ese sentido, la operación pone al ojo como protagonista, y no al propio cuadro. El ojo es túnel hacia la mente, por descontado, como ya prefiguraba Cezanne, maestro en dejar que sea el espectador quien, como en el caso de la mejor poesía, complete el sentido.

La serie Homenaje al Cuadrado, como emblema de la obra de Josef Albers, persigue una renuncia a las posibilidades de la pantalla y la sombra mediante una sabia utilización, casi de reminiscencias zen, de la mínima variación cromática. Su faceta de profesor probablemente tiene que ver también con esto. Como él mismo expresa, el beneficio del arte está en la elevación, no en la separación: la suma es colectiva en tanto que se realiza cuando se transmite. Los estudios de Albers sobre el color tienen un fuerte impacto cuando se analizan: los colores lo son no solo por la refracción de la luz sino también por la influencia de otros. Una masa del mismo gris cambiará su tono cuando se la relaciona con otros colores. No es difícil de comprobar si se dispone de un ordenador, y hay multitud de juegos cromáticos en internet si el lector curioso quiere avanzar en este campo.

La revelación (que es sustancia del arte, que se da “cuando nos contempla”) es que la conjunción de objetos de similar aspecto (por ejemplo, un cuadrado) es disímil porque el entorno afecta. Como ocurre con el ambiente en el que las personas se mueven, esa influencia es una lección (al menos para este observador) de las diferencias de visión entre un espectador u otro respecto al mismo objeto representado.

Juega también Albers con los intaglios (un tipo de dibujo en relieve sobre plancha que se transfiere a papel) con la pureza del blanco, suma de todos los colores, y en cierto modo negación de los mismos al renunciar a su personalidad y entrelazamiento. Ni siquiera hay línea, sino sombra de una línea en relieve. Del mismo modo, cuando renuncia a la masa de color para buscar solo la pureza de la línea en la serie Constelaciones Estructurales, Albers propone un juego sobre lo interior y lo exterior a través de ilusiones ópticas.

En suma, Josef Albers empuja el límite, que es lo que se supone que debe hacer el arte, de la sencillez de sus herramientas y materiales para obtener en la mente del observador un efecto de perplejidad y apreciación que implica la aspiración de espiritualidad del arte abstracto, el más asombroso experimento artístico del siglo XX.

Hasta el 6 de julio en la Fundación Juan March de Madrid