En los últimos tiempos he visto cómo la vida se hacía más rugosa. Como si siempre cantara Tom Waits y nos disfrazaran el optimismo de luz colorida. Ese brillo falso del comercio que se ve comprometido cuando suena un violín. Me gustaría ser domador de neones, no caer en la trampa. O romperme la voz y el alma para ser Waits.
Cuando era más joven pensaba que se podía cepillar la piel del tiempo y hacerla más lisa. Como para patinar. Pero la ambición clava las cuchillas y finalmente descompone. Tal vez por eso los pequeños bultos parecen infranqueables.
Ahora que las ciudades tienen ojos de gato me ciega no mirar al futuro. Mi colección de relojes es tan amplia que no puedo saber la hora exacta. Eso es lo único que me conecta con los latidos: los segundos superpuestos. Y pienso, como en una batucada mínima, que cada golpe de la manecilla va erosionando la imagen fantasmal de quien nos dijimos que seríamos y que se aleja como un niño que se burla. Probablemente Tom lo diría mejor. El timbre se va ensombreciendo para todos.