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Rulfo, rojo, vino

Andaba buscando una forma de elevar el suelo y hacer montaña de los campos. El atardecer se hacía nombre, y era femenino, y había una sensualidad mostrada por el color incendiario de la anochecida. Como flor de un día, sentí  urgencia por capturar ese rojo que acosaba las viejas bodegas, hundidas como borrachos, y tal vez embebidas ellas mismas en la decadencia de un día multiplicado. La noche iba a llegar, y la prisa se parecía a un peligro traído por el viento cortante de un otoño anunciado como desesperanza.

Vi una sombra del mundo, algo que correteaba entre las hierbas, como un quemado, y pensé en Juan Rulfo y en la economía. Prefiguraba el fin de mis palabras cuando ya no tenga más que decir. Pero saber eso es como saber el día de tu muerte: algunos creen que es una bendición, otros, que supone una parálisis adelantada. Y el viento frío no azuleaba el rojo, y la noche se llegaba con sombras serpenteantes, la ráfaga traía el tañir de una campana como el lamento de un niño ciego y la corriente hacía amenaza como si trajera el fin de la luz: el frío tirando de la noche, la noche enganchada a un presagio.

Traté de echar a correr, pero vi que ni la brisa ni la luz movían las hierbas, y que el propio paisaje era ya un cuadro, como si, consciente del robo de su belleza, me estuviera reprochando la mirada. Me quedé en pie, como un poste, esperando la llegada de un frío mayor y de la noche engallada. Hasta que yo también dejé de sentir la brisa, como si estuviera empezando a convertirme en un retrato.

Luzzzzzzzzz

A veces basta un Brossazo para cambiar la configuración del sentido. Unir sueño y luz en la palabra, la mística del calambur mínimo, la sorpresa en lo extraño de los ángulos. Las letras tienen ojos, y arco, y tacón algunas, pero ése es un saber oculto para muchos. Me preguntaba, al pensar en cómo hacer líquida la piedra, si un capitel románico perdería su afán didáctico de convertirse en un sueño sin minio, y el movimiento de la cámara me enseño cómo el azar (un viajero apabullado por la potencia sagrada de la pequeña iglesia de Vallespinoso de Aguilar chocó conmigo y se disculpó como si me bendijera) destruye lo real e inicia el sueño.

Basta, pues, volver a mirar. Y en eso estamos, en realidad. En dejarnos atrapar por lo que la luz dicte e iluminarla luego de palabras y no encontrar más amena ocupación. El paisaje interior que se vuelca como los labios de la orquídea de piedra: que eso es, muchas veces, un capitel románico. Y en ese viaje circular y sin etapas me embarco, hasta que un sueño lleno de luz me abraza y con los ojos abiertos me abstraigo. Como ese capitel románico en concreto.

Orlas de Castilla

Siembra de letrasNo sé por qué llama mi atención esta imagen. No hay nada especial en ella. Miguel Ángel me dice que como ése, hay miles de paisajes en Castilla. Debe de ser por eso, entonces. Contemplar la enormidad de lo diario. El trabajo que da la tierra y el marco de lentitud de los días devorados por el sol. Hay una corona de nubes, y una cordillera al fondo, y todo parece orlar el simple trabajo de quien sembrara aquello. Luego, mirando la foto más despacio, veo que los surcos trazan una C, o tal vez una G alambicada que se anda hurtando a la primera mirada. Galante Castilla.

Me gusta empezar estas impresiones por lo pequeño del tallo, por la promesa de frescor de una lluvia de julio, por la afirmación de la sombra del sotobosque que se anuncia, y tal vez era una misa en C mayor, o una fuga en G menor lo que pide lo sembrado para ofrecer su fuerza o para una trágica consumación. No había música en el sentir, y un calor quemaba la ilusión de los pájaros que quisieran volar recto. No había nada especial en el paisaje, pero de algún modo me obligó a mirarlo. Y llevo desde entonces tratando de saber qué es lo que se veía y que, como siempre, parece que hemos perdido.