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El reloj de columnas

El Monasterio de San Andrés de Arroyo ha sido habitado durante más de ochocientos años. Siempre ha habido monjas allí. Viviendo dentro de un reloj de columnas que marcaba un tiempo que ya nos es desconocido. Los segundos secundarios, los minutos de minucia, las horas por la oración. Los años sin añoranza y los siglos vislumbre de un ciclo que se cumple, inagotable: siempre ha habido monjas allí.

Como si la piedra se fuera suavizando o adquiriendo un tono de piel clara por el roce, el claustro propone un juego de pasos regulares: tantos hasta la próxima columna, exactamente los mismos hasta la siguiente. Como ocurre siempre en estos lugares, la muestra de miles de pisadas por la misma estrecha senda erosiona las losas, que aparecen menos pulidas, holladas sólo por descuido, cuando son tapa de una tumba.

Y así, con el lento trepanar de los capiteles, la cadencia con ritmo de eras, la fuerza de lo sólido, el Monasterio de San Andrés estará habitado otros mil años. Siempre habrá monjas allí. Si faltan, tal vez sea presagio de que el reloj de columnas se ha parado y el tiempo con él.

Los jarrones posados

Un aguafuerte en el que la potencia viene dada por el continuo, como una composición mínima de tinta china. Durante horas, las cigüeñas permanecieron inmóviles, como si estuvieran poniendo ellas la diéresis en la u que hace el dibujo. Ü. Los puntos, aplastados por el calor, se han desemparejado, y uno de ellos ha cavado su hueco en el mismo trazo de la letra.

Puede haber algo amenazante en las aves que permanecen quietas. Pero en realidad eso es culpa de Hitchcock. Lo he visto otras veces: vencejos posados en cables de la luz, como notas de Satie, u otras cigüeñas, o tal vez las mismas, abarrotando la catedral de Palencia. Vitrificadas como jarrones, con las flores secas de los nidos cerca, como en una casa abandonada. En una casa abandonada.

Al girar la foto veo la cara de un hombre decepcionado o tal vez molesto porque una hoja, fuertemente agarrada al peciolo, acaricia la punta de su nariz. Un estornudo contenido durante siglos…

El viaje en balcón

Decía Goethe que un hombre podía conocer el mundo sin salir de su cuarto. Roussel, por su parte, sostenía que podía imaginar Rusia sin haberla visitado. El viaje indeciso y soñado, ése que deseamos pero que sabemos que nunca haremos, pasa por asomarse al balcón y asumir que no pertenece a la casa. Si pintamos el mirador de colores vivos parecerá una de esas guaguas divertidas, añosas, llenas de historias y destinos incumplidos.

En la imaginación, con el tiempo que se nos echa a la espalda y nos va venciendo, reside casi toda nuestra fuerza. Hemos sustituido el balcón por la televisión o por Internet, pensando que la multiplicidad de casos es sinónimo de variedad. Lo cierto es que ese simple pararse a mirar (sacar la silla al portal, pasear la Gran Vía, mirar detenidamente al espejo) nos deja ver, si queremos asumir la enseñanza, la multiplicidad infinita de anhelos, quiebras, emociones guardadas, agujas en el alma, horas de garra, gestos inútiles, carcasas muertas, ilusiones cumplidas (apenas un par), inigualables fintas: cansancio, en fin, de todos los que nos habitan.