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Mar y madera

Tiene el mar una especial característica que lo aleja de otros paisajes y hace que viva en un hueco de la memoria en el que el tiempo no puede asignarse. Genera sus leyendas porque ofrece una vida rara, de bamboleo y meditación: la sal del aire adictiva como una mirada de mujer.

Por eso es capaz de levantarse en cualquier objeto. Cuando fui niño íbamos a buscar fósiles a una ladera de pizarra y encontrábamos animales hechos piedra: es lo que nos pasa cuando perdemos el agua o dejamos de ver el mar donde no corresponde. También esa agua, la de cuando fuimos niños, se nos endurece dentro, a veces.

La madera que quiere ser arboladura: el tronco parece esperar ser cortado para convertirse en palo mayor. Vivir de ese modo la aventura en movimiento y desenraizarse para ver el mundo, aunque tenga que aceptar alguna mutilación. Tal vez va de eso, la vida: perder algo para encontrar el infinito. Quién lo sabe.

La herida de hierba

Estoy casi seguro de que la hierba se hace más humilde cuando acaba el día. Como si se preparara para recibir el golpe frío de la noche, se hace pequeña y trata de no sobresalir. ¿Por qué huele tan bien recién cortada? Como si agradeciera con fragancia la ayuda.

Espera el rocío como espera la escarcha. Cabizbaja, con la semilla escondida, empreñada de un atisbo de venganza cuando las noches se hagan más cortas y las tardes menos rojas. Teme el rojo la hierba porque, de mezclarse los colores, se haría todo negro. Si pudieran brincar las briznas…

Y en los hatos que los hombres hacen permanece su mudez obstinada: frágil como permanente, nos recuerda su olor que está ahí, que la noche avanza y el agua, en la forma que venga, rearma, cura y vivifica. El cielo se anaranja, en realidad, por ver si la alegría llega a inundarlas con un vapor del alma, pero son pocas las veces en que no se dan por vencidas. El deseo de ser hoja. Y fundirse con la pradera y no ser más fotógrafo, ni cronista… ni siquiera Kafka.

Lecciones de viejo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En la divagación de encontrar formas fantasmales dicen que muchos príncipes han perdido corona y seso. No me tengo por tan alto, de modo que dejo solo pasear la mirada, y que el foco se pierda como la mente. Un cálculo rápido me deja saber que los avisos de ese paspartú elegante de piedra se han perdido también, y que los propios carteles se han ido difuminando, agraviando con el orín del pegamento (engrudos de harina y agua, tal vez aún alimente) la superficie. No hay ciencia como la dendrología que nos permita saber qué edad se ha posado ya en ese lienzo, pero podemos dibujar la forma de un hombre de traje blanco que se viene al que mira, y eso es tan amenazante como la mancha de óxido sangriento (igual que si hubieran frotado en seco, con esparto) que la  rodea.

La impresión de una D mayúscula. Algo que se parece a una T. El hombre del traje blanco parece tender la cabeza no sobre el cuello, sino sobre su hombro derecho. Y una serie de líneas casi horizontales, casi paralelas, que no acaban de decidirse, como una persiana de casa abandonada. Estoy contento de no encontrar explicación. Pero siento algo de frío en la espalda.