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El aliento del mundo

 

A veces, como en un espasmo del cansancio,  deja escapar la tierra una queja. Roturada, molturada, surcada por arrugas del siglo y de los hombres, parece emitir, en su humildad marrón, un lamento sordo y desesperanzado.

El frío arranca un silencio desusado, de pájaros marchitos, y pinta en el lienzo del campo ese vaho del calor que parece escapar: un rescoldo de dentro, avaramente guardado y rendido finalmente al invierno. Y es en este descontento, en el corazón del corazón de ese frío impasible, donde el viajero siente una caricia de aceptación, tal vez desconsuelo.

Al calor del sol que vendrá se oyen los primeros trinos arrojados, y recupera el suelo su blandura: bajo la bota, el caminante la siente y hunde el bastón con la desgana del vencedor. Los caminos, más duros pero más invitadores, parecen mostrarse como avisos de un destino que enseñase otras postales, y la brisa…

El constructor de luz

 

 

Si la luz se generase desde dentro, como consiguen algunos animales, ciertos lugares serían faros para la arribada. En el cuarto de derrotas, donde atesoramos las cartas de navegación, suele haber una oscuridad perversa que nos impide entender hacia dónde nos dirigimos verdaderamente.

Como falenas fascinadas por los faros de un coche, solo el flujo del viento puede salvarnos del choque y permitirnos ser piedra y el corazón de la piedra. Cada aire su tonada y ventear. Si se alumbrara el futuro como esa catedral, el miedo se haría inconsistente. Y no haría falta la esperanza.

Pero son tal vez los ojos o un mirar enturbiado lo que ensombrece lo obvio del día. Algo más de la luz y su mezcla imposible con el viento: como un vuelo de luciérnaga que fuera la misma vida. Así se balancean los días, como un farol en popa.

El futuro detenido

El futuro nos observa, pero no nos espera necesariamente

Dicen que el futuro espera, de forma pasiva, a que nos lleguemos. Pero creo que esa es una manera egoísta de ver la posibilidad, como si nos reserváramos el protagonismo o tuviéramos capacidad de moldearlo. Eso podemos hacerlo, y lo hacemos, con el pasado, porque nos figuramos distintos cada vez que nos contamos una misma historia.

Dicen también que la memoria es erosión de lo real, porque cada vez que nos acordamos de alguien variamos imperceptiblemente la espina de lo contado: y así lo hacemos más propio, pero vamos borrando, lentamente, a quien volvemos a imaginar. Es terrible: si no los recordamos, no podemos asegurar que sigan con nosotros.

Deberían decir que esto lo sabían los escultores de gárgolas. Las de la Catedral de Palencia, maravillosas, son un catálogo de historias que quieren meterse dentro para ser recordadas o para no serlo. Que no está claro que estuvieran pensando en el futuro.