Los días fríos enseñan una rectitud de rascacielos, como si no nos quedara más remedio que tratar de elevarnos para buscar el aire caliente. Todas las horas tienen aristas, y cada paso es doblar una esquina de minutos. Pero más extraños son los días en los que el calor aplasta la distancia: el día se consume en fiebre y las noches son tan claras que, en la ciudad, tenemos la impresión de poder ver más allá del quicio de la ventana, incluso más allá de la ilusión del secreto que los habitantes parecen guardar.
Y así, es la noche y su sigilo la que construye la luz de mañana: como si tuviéramos que repensar la vida que nos espera habiendo olvidado la que tuvimos. Cada día un dejarse en el olvido y cada noche reconstruirse en el futuro. No es mala combinación si no sueñas de día: entonces, la fiebre quemará también tu pensar de la noche.