Me obligaban a oírles, inmersos en una cháchara inevitable que llenaba todo porque sus palabras eran huecas: pensaban que al gritar fabricarían viento y era solo esa atmósfera pesada y rancia de las disputas que no se ventilan.
Miento: el aire se iba hacia el interior y les aventaba, les daba un simún con el que justificar su furia y repetían el mismo discurso variando, subiendo, el tono. Tiraban cada uno de un brazo de mi tranquilidad. El trofeo parecía ser mi connivencia. Les enseñé una ventana pero miraron los postigos y volvieron a discutir sobre el color de los marcos, la calidad transparente del cristal, su suciedad.
Entonces suspiré y fabriqué mi propia brisa. Miré el paisaje desde la ventana, la abrí y me acodé en el alféizar. Dos pájaros, frente a frente, parecían hablar con su trino y señalar con el ala la pintura descascarillada de la madera. El trino se hacía graznido por momentos y se les erizaban las plumas del cuello.
Puse unas pocas migas en la habitación y los pájaros entraron. No sé por qué, el tumulto pareció aquietarse.
Que bonito y que grande el silencio y el autocontrol