Basta a veces perder el color para cambiar por completo lo que nos rodea. La ceguera de azul, de cadmio, del ocre y pardo devuelven a la vista a un tiempo anterior o a un dibujo más nítido del volumen, la línea, el espectro. Incluso la figura humana se convierte en documento y el paisaje en su tonada leve.
Siempre la luz, por mínima que sea, es el centro, y lo oscuro, contraste de la pantalla esperada, un nimbo de la promesa del iluminado. Oraciones en argamasa, pegadas a su siglo y a su esperanza de eternidad, el resonar inesperado, apenas un silbido o una reminiscencia: como el eco de una voz pasada y mejor acomodada en ese recogimiento.
Pienso ahora, en el frío, que el vaho cristalizado de la plegaria queda llega como cuchillos incapaces de elevarse, y caen así en el fango del mundo, orillada por el verdín de otras, en el río de alumbre y hierro que compone las horas. Y lo que el día muestra, inevitablemente, se empasta en el gris.