Aprehender una imagen mediante el óleo es interpretar un cuento que los ojos, acostumbrados a la rapidez y la traducción simultánea, son a veces incapaces de narrar. La fotografía fija el presente, o un pasado muy próximo. La pintura, en cambio, parece mezclar futuro y pasado para formar un presente trabajado, de mano y mente.
Cazar un paisaje para pintarlo es ligeramente distinto de hacerlo para fotografiarlo. Se sabe que habrá una meditación pero que mientras la mano actúe solo habrá sitio para la sombra, la contraforma y el trazo.
Cuando se acaba el contento del hecho viene la apreciación crítica. No del logro pictórico, si lo hay, sino de lo que la imagen ha hecho a la tabla vacía. Una casa vacía y desolada, sin suelo, tensa la espera de la ruina, atacada o acariciada por las plantas, rodeada de una tierra sucia pese a lo fragante de los árboles.
Y una escalera rota que no permite subir, lo que nos deja solo una sensación de aplastamiento. Pienso en los que quedan varados en los pisos superiores, engañados, apenas durante unas semanas, por la sensación de estar a cubierto y sin mirar el pecio en el que se convierte, inexorable como la herrumbre, la vida de todos. Cuando el enjalbegado pierde el brillo y las ramas de la hiedra parecen apretar, como un puño cruel, el alma de quienes no miran.