El Monasterio de San Andrés de Arroyo ha sido habitado durante más de ochocientos años. Siempre ha habido monjas allí. Viviendo dentro de un reloj de columnas que marcaba un tiempo que ya nos es desconocido. Los segundos secundarios, los minutos de minucia, las horas por la oración. Los años sin añoranza y los siglos vislumbre de un ciclo que se cumple, inagotable: siempre ha habido monjas allí.
Como si la piedra se fuera suavizando o adquiriendo un tono de piel clara por el roce, el claustro propone un juego de pasos regulares: tantos hasta la próxima columna, exactamente los mismos hasta la siguiente. Como ocurre siempre en estos lugares, la muestra de miles de pisadas por la misma estrecha senda erosiona las losas, que aparecen menos pulidas, holladas sólo por descuido, cuando son tapa de una tumba.
Y así, con el lento trepanar de los capiteles, la cadencia con ritmo de eras, la fuerza de lo sólido, el Monasterio de San Andrés estará habitado otros mil años. Siempre habrá monjas allí. Si faltan, tal vez sea presagio de que el reloj de columnas se ha parado y el tiempo con él.