Andaba buscando una forma de elevar el suelo y hacer montaña de los campos. El atardecer se hacía nombre, y era femenino, y había una sensualidad mostrada por el color incendiario de la anochecida. Como flor de un día, sentí urgencia por capturar ese rojo que acosaba las viejas bodegas, hundidas como borrachos, y tal vez embebidas ellas mismas en la decadencia de un día multiplicado. La noche iba a llegar, y la prisa se parecía a un peligro traído por el viento cortante de un otoño anunciado como desesperanza.
Vi una sombra del mundo, algo que correteaba entre las hierbas, como un quemado, y pensé en Juan Rulfo y en la economía. Prefiguraba el fin de mis palabras cuando ya no tenga más que decir. Pero saber eso es como saber el día de tu muerte: algunos creen que es una bendición, otros, que supone una parálisis adelantada. Y el viento frío no azuleaba el rojo, y la noche se llegaba con sombras serpenteantes, la ráfaga traía el tañir de una campana como el lamento de un niño ciego y la corriente hacía amenaza como si trajera el fin de la luz: el frío tirando de la noche, la noche enganchada a un presagio.
Traté de echar a correr, pero vi que ni la brisa ni la luz movían las hierbas, y que el propio paisaje era ya un cuadro, como si, consciente del robo de su belleza, me estuviera reprochando la mirada. Me quedé en pie, como un poste, esperando la llegada de un frío mayor y de la noche engallada. Hasta que yo también dejé de sentir la brisa, como si estuviera empezando a convertirme en un retrato.