No sé por qué llama mi atención esta imagen. No hay nada especial en ella. Miguel Ángel me dice que como ése, hay miles de paisajes en Castilla. Debe de ser por eso, entonces. Contemplar la enormidad de lo diario. El trabajo que da la tierra y el marco de lentitud de los días devorados por el sol. Hay una corona de nubes, y una cordillera al fondo, y todo parece orlar el simple trabajo de quien sembrara aquello. Luego, mirando la foto más despacio, veo que los surcos trazan una C, o tal vez una G alambicada que se anda hurtando a la primera mirada. Galante Castilla.
Me gusta empezar estas impresiones por lo pequeño del tallo, por la promesa de frescor de una lluvia de julio, por la afirmación de la sombra del sotobosque que se anuncia, y tal vez era una misa en C mayor, o una fuga en G menor lo que pide lo sembrado para ofrecer su fuerza o para una trágica consumación. No había música en el sentir, y un calor quemaba la ilusión de los pájaros que quisieran volar recto. No había nada especial en el paisaje, pero de algún modo me obligó a mirarlo. Y llevo desde entonces tratando de saber qué es lo que se veía y que, como siempre, parece que hemos perdido.